Me llamó ayer Román para decirme que se había quedado atrapado en las Madilvas, que había contratado unas vacaciones para quince días y lleva dos meses allí tostándose al sol. Hace años que no hablaba con Román, ni siquiera recuerdo que me cayera bien, pero él insiste en el profundo lazo de amistad que nos une desde hace veinte años. Ni se me ocurriría discutirle, hace tiempo que sufro de fuga disociativa, una dolencia crónica que afecta notablemente mi memoria (me encanta mencionar este trastorno tan particular que comparto con Agatha Christie y que me lleva a perder la identidad en enclaves remotos del planeta). El caso es que mi tal amigo Román necesitaba desahogarse y detallarme su desdicha. Me llamó porque yo siempre soy muy comprensiva, según dijo. Tras colgar, me sorprendí deseando que se quedase en su resort de las Maldivas buceando con tiburones y tortugas para siempre y que, ya de paso, después se arruinara.
Hace poco leí un estudio de una universidad española de economía sobre el impacto del turismo de lujo en las Maldivas. El estudio me pareció un panfleto buenista insufrible, ochenta páginas de obviedades disfrazadas de hallazgos científicos, como si para demostrar una perogrullada fuera necesaria una tesis doctoral. En la metodología no incluyeron una sola entrevista, me imagino que impelidos por la certeza de que las personas mienten más que hablan y que los números, sin embargo, son entes neutros inofensivos, animalillos inocentes despedazados en las garras de la especulación. Me pregunté si los investigadores habrían llegado a relajarse en alguna de las largas playas de arena blanca y aguas cristalinas que formaban parte del sujeto de su investigación. Afortunada y sorprendentemente las conclusiones del estudio coincidieron con las hipótesis de partida: el turismo exclusivo demanda demasiados recursos y genera una gran cantidad de residuos que amenazan el medioambiente, los beneficios económicos no se distribuyen equitativamente y solo las élites compuestas por algunas familias ricas de la región disfrutan del monopolio turístico, quedándose en manos extranjeras la mayor parte de los puestos de trabajo y favoreciendo la corrupción.
En España, siempre a la vanguardia de la protección medioambiental y la disminución de la brecha salarial, se escuchan voces afirmando que debemos ir pensando en el turismo exclusivo, menos afectado por las catástrofes, para sacarnos del atolladero. Abel Matutes y sus amigos ya se están frotando las manos. El delegado de Global Blue, una empresa que se dedica a gestionar la exención del IVA a los turistas extracomunitarios que se gastan en España más de 90 euros por producto (¿por qué los turistas no pagan IVA? y ¿por qué pagan menos los que tienen más capacidad de gasto?), ya dijo a principios de enero en una conferencia de la que se hicieron eco todos los periódicos del país que nuestro próximo objetivo 2020 debía ser atraer el turismo asiático de lujo. No previó la que se nos caía encima.
Me acaba llamar Román de nuevo, hoy está más triste que nunca. He hecho un skype desde el salón de mi casa y, a pesar de que eran las cuatro de la tarde, no entraba bien la claridad por la ventana debido a que la fachada de enfrente se encuentra a apenas cinco metros de la mía. Así llevo sesenta días. Mientras Román lloraba, observaba detrás suyo un sol lánguido y rojizo ponerse en el horizonte. Se me ocurrió que tal vez fuera un fondo de zoom, pero luego recordé que hablábamos por skype.
A pesar de su llanto, parece haber sufrido menos que los doscientos chilenos atrapados en el aeropuerto de Punta Cana, o los más de quinientos estudiantes venezolanos y argentinos que todavía se encuentran en España ingeniándoselas para pagar la comida y el alojamiento cada día. Otros españoles de a pie también salen en las noticias maltratados y expulsados de los hoteles por el mundo. Bonito programa sería este. Incluso el Ministerio de Exteriores ha lanzando una plataforma para que españoles residentes en el exterior alojen a turistas atrapados. Se llama Aloja. A mí que me hospede el embajador.
Lo que parece claro es que tanto economy como business, el turismo este año pinta en bastos. Cuando esta mañana le comenté a un amigo que trabaja en una compañía aérea que quería publicar algo sobre el turismo en tiempos de coronavirus, se rió y me preguntó: ¿qué turismo?, ¿te refieres a la excursión al supermercado? Las ciudades grandes exportadoras de turistas sobrellevan los confinamientos más largos e inciertos, y los habitantes de islas y pueblos menos afectados por la pandemia se blindan contra las nuevas visitas. ¿Alguien piensa que los madrileños, neoyorquinos o milaneses van a ser bien recibidos en el destino que se les antoje? Hoy España ha anunciado cuarentena obligatoria a todos los recién llegados al país independientemente de su nacionalidad, medida que otros países llevan semanas aplicando, especialmente en África y América Latina. Así que nos podríamos dar con un canto en los dientes si por lo menos nos dejan hacer turismo rural en coche privado al pueblo de al lado, y luego que nos dejen desembarcar allí, ¡cuidado con las piedras! Va siendo hora de remolcar la caravana oxidada de los abuelos y comprar provisiones para un mes. Carretera y manta, los viajes de toda la vida…

Ahora hay quien dice que los viajes no se acaban con el Covid-19, que la vida es en sí misma un viaje. Mejor que les pregunten a los trabajadores de hostelería que se han refugiado en el campo a recoger fresas, el nuevo turismo rural del 2020.
Los habrá que se aventuren más lejos y que ataviados con sus guantes y mascarillas de colores se dejen tomar la temperatura en los trenes de Italia y en las playas de Grecia, que disfruten comparando la calidad de las diversas cuarentenas del mundo. Tomarse un vino en la Ciudad de México no se considera actividad esencial, dónde vamos a parar. Una buena forma de hacerse la anhelada prueba del Covid-19 gratis es viajar a Dubai con Emirates, que ya han comenzado a hacer los tests en las puertas de embarque. Eso sí, como seas “de los asintomáticos”, ahí ya no hay seguro que te lo cubra.
Yo de momento estoy reservando un viaje en septiembre a la Polinesia Francesa, que está casi libre de virus, ningún fallecido hasta el momento. Con un poco de suerte, para el brote de octubre, me he quedado atrapada en Bora Bora. Y siempre puedo llamar a Román para consolarme.