Ayer a las ocho aplaudió desde su ventana. A los sanitarios y a las cajeras, a las repartidoras y a los recolectores de basura, a los ciclistas de Glovo y a las costureras de mascarillas, a su dos nietas y a su único nieto, que para ella son igualmente héroes aunque, en estos días de pandemias y otras locuras, se excusen cobardemente de sus habituales visitas. Mientras batía sus palmas con más voluntad de lo acostumbrado, terminó de trazar en su cabeza las líneas de los bordes de un indivisible mapa viviente. Todos los españoles son héroes, concluyó, y sobre este axioma ya no había discusión posible.
Hizo su primer viaje al extranjero a sus 50 años, y el más importante de su vida, en 1980, a Rusia. Le gustaba evocar recuerdos sobre personas, tímidas anécdotas que discurrían por su memoria y que le permitían construir su particular visión sobre el mundo. Todos los holandeses sonríen y plantan flores. Todas las mujeres rusas recogen la fruta madura de los árboles en las avenidas de las ciudades. Verdades inamovibles, inmutables, que jamás se hubieran dejado influenciar por expertos historiadores o antropólogos sociales, y que conferían a su universo una predictibilidad que ahogaba el deseo incontenible de seguir descubriendo los enigmas de la humanidad.
En estos últimos años ya solo viajaba a través de sus nietas, que le enviábamos postales desde Polonia, India, México o Mozambique. Me he equivocado de época, me decía muy a menudo con cierta nostalgia de lo no vivido, para luego contentarse con fijar en su memoria cualquier historia o vaga descripción sobre los habitantes de este o aquel lugar. Imagínate abuela, a muchas mujeres persas, por ejemplo, no les gusta llevar velo, continuaba yo con mi extenso relato sobre el último viaje. Y mis historias le servían a ella para configurar su propia proyección isométrica del planeta y de las gentes que lo habitan. A ver, aquí está Irán, muy bien, las mujeres de Irán no llevan velo, siguiente.
Hace algunos meses me avisó de que iba a marcharse de Madrid, de España y del mundo. Mis interpretaciones sesgadas y estáticas sobre personas y territorios dejaron de interesarle. Tal vez con la edad se había dado cuenta de que solo podría comprender el universo a través de un viaje sin retorno hacia la libertad, hacia las fronteras del vacío. Cuando la pandemia comenzó, al día siguiente de decretarse el encierro, me llamó para informarme de que ya había preparado las maletas, de que estaba lista para emprender el camino que haría tambalear la concepción de realidad que se había forjado a lo largo de su vida.
Hoy a las ocho soy yo quién aplaude desde su ventana. A las sanitarias y a los cajeros, a los repartidores y a las recolectoras de basura, a las ciclistas de Deliveroo y a los costureros de mascarillas, y, sobre todo, a mi abuela, la gran heroína de hoy que entendió que no era posible organizar el mundo en categorías estancas y definidas, que las palabras nos oprimían, y que su comprensión pasaba por aprehender la esencia, lo absoluto, la totalidad del universo. Mi abuela ha partido en busca del silencio de la verdad.
Cuando la heroina partió para su más largo viaje, al pie del tren más silencioso estaba su nieta.
Nuestra heroína había imaginado a su nieta en las estaciones de tren o autobús del mundo, en los aeropuertos, y habría querido acompañarla. Nuestra heroína había imaginado sus manos enlazadas, unos segundos incluso con el tren iniciando el movimiento, y luego un adiós con manos que se agitan en el aire, desde la ventanilla y desde el andén. Cuando su nieta estaba de viaje, la mejor noticia era enseñarle unas fotos que su nieta, sonriente, se había tomado en un festival, en una montaña, en un templo o en la orilla de un lago.
Más aún le gustaba imaginar las llegadas de los trenes, con la nieta que vuelve de los confines del mundo. Pero ya era mayor. Las despedidas y los reencuentros ocurrían siempre en casa, allí donde había criado a sus hijos, despedido a su marido y vivido una vida. Y la emoción seguía siendo la misma.
En la última despedida, allí mismo, estaba su nieta para despedirla.
Muchas gracias por esas palabras tan bonitas, me reconforta saber que en la última despedida yo estuve allí. Ha sido una despedida difícil pero necesaria. Un abrazo
Es es un homenaje a toda esa gente que nos ha dejado en silencio, pero siempre recordaremos…
Es verdad. Abuelas, padres madres e hijos, siempre estarán con nosotros…